Hoy, hace 22 años, falleció mi bisabuelo Manuel Sánchez Lázaro, conocido como Manuel el del lunar. Nació en 1908 y era natural de Lucainena de las Torres, un precioso pueblo con un pasado minero de la provincia de Almería. En mi infancia, «el abuelito viejo», como yo le llamaba, siempre estuvo presente de una manera constante y discreta en mi vida.
Recuerdo su figura seria —que no severa—, su vestimenta formal, con chaquetas rectas, siempre marrones, jersey, camisa y pantalón clásico, que hacían tanto contraste con la indumentaria práctica y campesina de mis otros abuelos. En mi infancia más temprana, me producía una enorme satisfacción los días en que coincidíamos en la comida, en casa de mi abuela. Todos estaban en la aceituna, menos ella que nos apañaba a mí y a mi hermana para ir a la escuela. Comíamos en su casa y allí coincidíamos también con el abuelito Manuel, su padre, que venía desde su casa en la calle del Calvario (o calle Lazarico, como era popularmente conocida).
Una vez terminábamos la ligera sobremesa, el abuelito se ponía sin demora rumbo a su casa. Mi hermana y yo nos apresurábamos para componernos de nuevo antes de volver a la escuela, pero él no esperaba. Echaba a andar calle arriba, con su gorra de paño y sus manos cogidas atrás; él sabía que lo alcanzaríamos a la carrera. Su andar era pausado y grave, pero continuo. Dicen que las manos atrás son un gesto de dominación y de autoridad, y no en vano él era, con más de 80 años y ya viudo, el patriarca de la familia.
Durante gran parte de su vida, a partir de los años 40 del siglo XX, había sido encargado de don Alfonso Romero Medina, uno de los terratenientes más destacados de Santisteban, líder del partido Acción Popular durante la II República y figura más representativa de las derechas de Santisteban durante el periodo previo a la guerra civil.
Mi bisabuelo fue una persona honesta y justa, cumpliendo siempre con sus obligaciones respecto a su puesto. Teniendo potestad para administrar tierras, cosechas y pagos, siempre cumplió rigurosamente con su trabajo. Su honradez fue extrema y jamás se aprovechó en beneficio propio de los recursos que por su trabajo gestionó.
Es posible que, en algunos vecinos, aquellos que apenas lo conocían, —los menos— provocase la impresión equivocada de hombre anodino y despegado del pueblo, y lo considerasen, por su empleo, una persona necesariamente enfrentada con intereses de los humildes jornaleros. Con esa visión simplificada y prejuiciosa puede que lo viesen algunos. Pero nada más lejos de la realidad.
Yo, que tuve la oportunidad de compartir con él largos e innumerables momentos, fui conociendo su vida con cuentagotas, pues si algo le gustaba al abuelo era recordar anécdotas. Estas anécdotas tenían casi siempre un tinte gracioso, a veces incluso con un humor casi escatológico. Le gustaba también recitar algún verso o rima de su propia cosecha. En ningún momento el abuelito pretendió contarme un compendio de su vida, ni asomó en él esa pretensión, a veces vanidosa, que tenemos todos los que alguna vez hemos querido contar nuestras vivencias, queriendo trasladar a toda costa el relato de nuestras vida, pensando en que nuestra historia merece más atención que otras.
En absoluto era esta su intención. Siempre lo refería todo como anécdota… Anécdotas de su infancia, como aquella que relataba sobre el viejo cura de Lucainena de las Torres, que le enseñó a leer. Este clérigo estaba ciego, pero se sabía de memoria todos los párrafos, y en el momento en que Manuel fallaba, le reprendía vigorosamente, como no podía ser de otra forma, según la tradición recta y severa de muchos maestros de la época.
Contaba también como la compañía naviera «Sota y Aznar» fue propietaria de las minas de Lucainena. Sentía verdadera pasión por su pueblo y por aquella industria, y no paraba de destacar la importancia que aquello tuvo, contando aquella explotación minera con sus propios altos hornos y fundición. Relataba cómo el mineral era llevado en ferrocarril hasta Aguamarga, donde descargaba en grandes buques que llevaban el hierro, entre otros sitios, a Alemania.
Sin ahondar en las dificultades que se vivían — que no eran pocas — , y enmarcado en el tono anecdótico de sus relatos, solía recitar el abuelo estos amargos versos, que no me extrañarían fuesen cantados con desgarro y de manera jonda en su momento entre los mineros almerienses.
Él estuvo trabajando en el ferrocarril, al igual que sus hermanos mayores — Juan y José — y solía recitar también estos versos, populares en el Lucainena del primer tercio de siglo XX.
La llegada de los años 30 supusieron un cambio brutal en la vida de Lucainena y en la propia vida de Manuel. Contaba mi bisabuelo que la explotación minera se detuvo, y avisaron con un cartel que decía «Cese hasta nuevo aviso». Él, jocosamente añadía: «¡Y el nuevo aviso todavía no ha llegao!».
Este cambio le obligó a plantearse salir de Lucainena, como tantos otros trabajadores. Su destino sería la provincia de Barcelona, donde ya se había instalado su hermano Juan. Allí ocuparía un puesto en el ferrocarril, y aunque nunca me dio más detalles, sospecho que estarían relacionados con la actividad minero e industrial del municipio de Cardona. En este municipio se explotaba un yacimiento salino al que daba salida a través del ferrocarril hasta el puerto de Barcelona.
Pero Manuel, por los azares de la vida, terminó en Santisteban el Puerto. La cronología y motivos exactos nunca me fueron contados de una manera explícita, pero con el testimonio de mi tío Juan —su hijo mayor— e indagando en libros sobre Lucainena y en archivos, he podido hacerme una idea aproximada de cómo sucedieron las cosas.
Aunque nunca hizo mención de ello, su padre, Juan Sánchez, desapareció a final de la década de 1910, y nunca más supieron de él. El hecho de tener dos hermanos mayores, ya casados, facilitó las cosas para que mi bisabuelo se librase del servicio militar, ya que tenía que ser reclutado, formando parte del reemplazo de 1929. En el Ayuntamiento de Lucainena se instruyó su expediente de reclutamiento, y en este Manuel alegó que se encontraba en uno de los supuestos contemplados por el reglamento para evitar incorporarse a filas. El supuesto era precisamente ser hijo de padre desaparecido que mantenía a su madre, llamada María Lázaro. Esto le sirvió para eludir la llamada a filas, por el momento.
Así pues, Manuel continuó trabajando en la industria minera de Lucainena a pesar de estar esta de capa caída. Sus planes eran casarse con María Caparrós, natural de Lubrín.
María era hija de los campesinos Antonio Caparrós y Ana López. Siendo la mayor de tres hermanos, a María le seguían Elena y el pequeño Juan. Los pequeños residían con sus padres en Santisteban del Puerto, ya que habían emigrado desde Lubrín. Muchos almerienses se habían establecido en la provincia de Jaén en sucesivas oleadas migratorias desde el siglo XIX. Estos emigrantes fueron atraídos, bien por la actividad minera de la provincia de Jaén — minas de la Carolina, de Linares… — , bien por las posibilidades que ofrecía una tierra más fértil y con más agua para los cultivos. Se daba, por supuesto, un efecto llamada entre familiares. Ese fue el caso de Antonio y Ana, que tenían algunos parientes que se habían asentado previamente allí. Unos de esos parientes eran Diego Mañas Galera y Jerónima López Ramos (prima de Ana López), que trabajaron en el cortijo de «Joroba». Sobre ellos he escuchado referir a mis tío-abuelos una triste historia, pues Diego fue denunciado injustamente tras la guerra civil por Juana Martos, dueña de un cortijo que arrendaron, y cumplió muchos años de prisión en la que ingresó tras cumplir los 60 años, hasta el fin de su vida. Una historia de tantas, crueles e injustas, de nuestra guerra civil.
Mis tatarabuelos Ana López y Antonio Caparrós trabajaban de jornaleros en la recolección de aceituna y a la vez cultivaban unos pedazos de tierra según la época, donde pusieron huerta y sembraron melones. Vivían de alquiler en la calle de la Cuesta, y más tarde en las casas de la Era de los Pollos.
Mi bisabuela María permaneció en Almería, ya casada con mi bisabuelo Manuel, pero un hecho desgraciado cambió el destino de todos.
El 30 de julio de 1931, el pequeño Juan Caparrós, con 14 años, fallecía en Santisteban del Puerto, de una endocarditis aguda — inflamación en las paredes internas del corazón — . Mes y medio más tarde, el 12 de septiembre de 1931, se produjo el parón en la actividad minera y del ferrocarril en Lucainena, hecho que refería el abuelo con la anécdota mencionada del cartel.
Así pues, María Caparrós, ya encinta, se reunió con sus padres, para juntos hacer frente a la tragedia familiar vivida. Y Manuel, sin trabajo ni futuro en Lucainena de las Torres, dejó de lado sus planes iniciales de irse a Barcelona con su madre y hermano Juan, y se estableció también en Santisteban con su esposa y su familia política. En aquella época, para los más humildes, la vida ya era suficientemente difícil y cruel como para que los planes preconcebidos salieran adelante. Si a esto se le sumaba la situación política, todo plan era una imposible ficción.
Y fue en Santisteban donde finalmente Manuel consiguió trabajo. Como una sencilla anécdota, así me contaba el abuelo la manera en la que terminó ganándose la confianza de los propietarios de Santisteban. Esta confianza, pasados unos años, le llevó a trabajar administrando algunas de las propiedades de D. Alfonso Romero.
Habiendo terminado la campaña de aceituna, los jornaleros formaban largas colas para liquidar y cobrar la cuenta que aún les quedase pendiente por recibir de los amos. Manuel era uno de esos jornaleros que aguardaba pacientemente. Un viejo encargado, algo torpe, se encargaba de despachar con una lentitud pasmosa a todos los jornaleros que se agolpaban en la fila en la puerta del cortijo. La impaciencia era palpable en todos los jornaleros, y de cuando en cuando se alzaba alguna voz que pedía ansiosa un poquito de rapidez. Todo esto contribuía a que el escribiente que liquidaba lo hiciera con más torpeza y atropello, llegando a desesperarse hasta tal punto que algunos de los que le acompañaban y que servían directamente con los amos, abrumados ya, tuviesen que salir a pedir ayuda.
— ¿Alguien que sepa de cuentas, para echar una mano con los jornales? —vociferaron para que se oyese en toda la cola—.
Con una tasa de analfabetismo casi superior al 80% (y más acrecentada entre los jornaleros), nadie, salvo Manuel, respondió al llamamiento. Él se presentó sin destacarse demasiado.
—¿Usted dice que sabe de cuentas? — le espetaron.
—Sí, señor, yo puedo ayudarles con la liquidación. —contestó Manuel con humildad—.
—Pues siéntese usted aquí y vayamos señalando en el libro cada jornalero que ajustemos, para ir aligerando entre los dos. Aquí están los jornales pendientes y el tanto que hay que pagar. Usted multiplique y diga el nombre del jornalero y la cantidad que se le debe.
Y así lo hizo Manuel, a un ritmo muy superior al que lo hacía el escribiente. De esta forma quedó la fila de jornaleros despachada en un breve periodo de tiempo, situación momentos antes impensable.
Tras esta anécdota, acontecida durante los primeros años de la década de 1930, Manuel trabajó para una señora referida como «la viuda Aspiros», que no era otra que la Dolores Azpiroz Molino, cuñada de Alfonso Romero Medina.
En enero de 1932 nació su primer hijo, Juan Sánchez Caparrós (mi querido tío Juan, recientemente fallecido en este aciago 2020).
Aunque mi bisabuelo estableció su residencia en Santisteban — junto a su esposa e hijo— , cada año tenía que renovar su prórroga para el servicio militar en Lucainena de las Torres. Esta renovación la hacía a través de una familiar que allí residía. Para esta renovación, siempre alegaba que las circunstancias iniciales no habían cambiado. Y así era, al menos en teoría: Manuel seguía siendo el hijo menor de una madre cuyo marido había desaparecido, y ella continuaba viva. Con eso era suficiente para cubrir el expediente, aunque en la práctica su madre ya se había trasladado al municipio barcelonés de Cardona para vivir con su hijo Juan, que con un trabajo más estable pudo hacerse cargo de ella. Parece que en su pueblo, bien por desconocer sus circunstancias, bien por una complicidad tácita, nadie se lo quiso poner difícil con el asunto del reclutamiento.
En julio de 1933 nació su segundo hijo, Antonio Sánchez Caparrós, mi tío Antonio (fallecido cuatro días después de la publicación inicial de este artículo). Dado que Manuel y María trabajaban en las propiedades de Dolores Azpiroz, en el término municipal de Navas de San Juan, Antonio fue bautizado en la parroquia de de este pueblo, donde residía también la señora.
En el censo electoral de Santisteban del Puerto de 1935, mi bisabuelo Manuel aparecía domiciliado en «Ricote», y con 28 años su profesión era la «del campo». Era uno de los pocos que figuraba con un «SÍ» en la columna titulada «¿Sabe leer y escribir?»
En julio de 1937, en plena guerra civil, nació su tercera hija, mi queridísima abuela María. Santisteban del Puerto quedaba en zona republicana, y muchas fincas fueron incautadas y colectivizadas. Parece ser que, durante la guerra, mis bisabuelos, con 3 críos pequeños, se limitaron a continuar trabajando en el cortijo y fincas donde residían, en la medida en que la situación se lo permitía, y evitando implicarse en ninguno de los bandos beligerantes, más allá de lo necesario para su supervivencia.
Pero el 22 de febrero de 1938, la publicación en la Gaceta de la República del decreto de movilización del reemplazo de 1929, hace ineludible la cita de Manuel con el ejército. Una cita que llevaba posponiendo desde ese año 1929, y que finalmente tendrá que afrontar de la peor manera posible. Manuel tenía que ir a luchar a una guerra, en el frente, dejando a su esposa y sus tres hijos, Juan y Antonio con 6 y 3 años, y María con tan sólo 8 meses.
Sobre este periodo no he podido encontrar aún registros documentales. Pero cuento con el recuerdo de sus relatos y anécdotas, narrados siempre sin ánimo de evocar épicas, heroísmos, o sacrificios. Eran simplemente historias contadas con sencillez, casi de soslayo y siempre al hilo de una conversación liviana.
Estuvo en el frente, y la memoria no me alcanza para recordar si mencionó el lugar. Contaba al abuelo que estuvo en el tren blindado, dadas sus aptitudes para el ferrocarril adquiridas cuando trabajó en Lucainena de las Torres. Parece que estuvo en el frente de levante, posiblemente le pillase en medio la batalla del Ebro. Tras la publicación inicial de este escrito, su nieto Manuel Sánchez Marín me contactó para indicarme que estuvo en Sarrión y Albentosa, en la provincia de Teruel. Como para muchos, aquella guerra no iba con él, y su objetivo fue siempre sobrevivir.
En la familia estuvo siempre marcada la historia de su baja en el frente. Para el ejército de la República, Manuel causó baja, dándole por muerto. Así se le comunicó a la familia, convirtiéndose su esposa en viuda. Once meses le guardó riguroso luto mi bisabuela María, mientras ella continuaba con sus hijos en el cortijo, subsistiendo con lo poco que podía darle la tierra y que se veía más mermado aún tras las incautaciones. No sería poco el dolor de María, en aquella época de tragedias, miserias e incertidumbre, pero nunca jamás quiso el abuelo ni tan siquiera insinuarlo. Tan sólo refirió el luto, la consecuencia explícita y visible de aquella situación. El luto sí, pero nunca mencionó, por no ahondar, el dolor, la tristeza, la angustia ni la pena, que sin duda serían grandes.
Pero Manuel, oficialmente muerto, no lo estaba. Fue hecho prisionero de guerra por ser integrante del ejército republicano, y fue a parar a uno de los campos de concentración del bando sublevado, en Santoña, en la antigua provincia de Santander. Allí, recluido en el campo que establecieron en el penal del Dueso, las condiciones eran tan horribles y desesperanzadoras que no era extraño morir prácticamente de hambre. Y Manuel ni siquiera contaba estos hechos con crudeza… más bien pasaba de puntillas por sus penurias y se centraba en lo anecdótico. De su estancia en el penal recordaba las bromas escatológicas con algunos de sus compañeros. Cosas mundanas que sin duda le servían para evadir la cruda realidad.
Fue precisamente otro hecho que él contaba como anécdota, el que le salvó literalmente la vida.
En el campo de concentración, un día, por una de esas casualidades imposibles e inverosímiles, tuvo un encuentro fortuito con un guardia civil conocido, posiblemente de Santisteban, que lo reconoció, y le advirtió de que tenía que hacer todo lo posible por salir de allí, pues aquello iba a acabar con su vida. El guardia civil le proporcionó el contacto con una persona influyente en aquel incipiente régimen, y Manuel tuvo que vender la camisa para poder costear los sellos que le permitieron escribirle una carta al referido señor.
Se trataba precisamente de Don Alfonso Romero Medina, el mencionado líder de las derechas de Santisteban antes del golpe de 1936 que prendió la guerra civil. Recordemos que Alfonso Romero era cuñado de Dolores Azpiroz, la dueña de las tierras y cortijos para la que ya trabajaba Manuel antes de la contienda.
Alfonso Romero había logrado pasar a zona nacional después del alzamiento del 18 de julio, y era considerado por el gobierno como uno de los más destacados desafectos a la República, por sus actuaciones contra esta. Las propiedades de D. Alfonso y todo su patrimonio en zona republicana fueron expropiados. Como anécdota, destacar que en su casa señorial, situada en la calle Puerta Nueva, se estableció la emisora de la radio comunista de Santisteban del Puerto.
Pero Alfonso, dados sus posibles y la relación con destacadas figuras de la derecha española (a Alfonso Romero le llamaban el «Gil Robles Chico» en Santisteban y su comarca), pudo establecerse en zona nacional y desde allí luchar por la causa insurgente. Ocupó puestos destacados en el engranaje de la administración que se configuró bajo la autoridad de los militares sublevados. No he podido contrastarlo, y quizá fuese un recuerdo traslocado, pero mi bisabuelo Manuel decía que, durante la guerra, Alfonso Romero fue Gobernador Civil de la provincia de Ávila.
Cierto o no, con ese u otro cargo, Alfonso tenía la capacidad y solvencia de avalar a Manuel. Y así fue, Manuel recibió el aval y pudo librarse de las penurias del campo de concentración, aunque no quedó en absoluto libre. Como tantos otros soldados de reemplazo que habían sido reclutados durante la vigencia de la II República, Manuel tuvo que cumplir de nuevo con sus obligaciones militares para el gobierno de la zona nacional, y más teniendo en cuenta que él nunca llegó a realizar el servicio cuando le correspondió en 1929, por la condición mencionada de ser hijo de padre desaparecido, al cargo de su madre.
Manuel siempre refería sin grandilocuencias, más bien esbozando una sonrisa socarrona, que pasó de estar preso, a ser uno de los vigilantes del lugar. Por las anécdotas que refería, he llegado a pensar como posible que en algún momento estuviese destinado en Burgos, tras abandonar el campo de concentración, pero este hecho tampoco lo he podido contrastar aún.
De la manera que fuese, en cuanto Manuel recuperó parcialmente su libertad, escribió a través de Cruz Roja a su esposa María, y en la carta le daba instrucciones sobre cómo proceder y de qué aprovisionarse de cara al inminente final de la guerra civil con la victoria de los rebeldes. «Es importante que, si aún quedan, guardes tres sacas de harina, que no la vendas toda«, refería mi bisabuelo haber escrito en aquella comunicación.
Habían pasado once meses desde su baja. Once meses en los que estuvo muerto para su mujer y sus hijos. Mi vecina Lucía Íñiguez, «la del Uva», contaba cómo ella recogió la comunicación de Cruz Roja enviada al domicilio de Manuel, en la calle de la Farrabullana y la llevó hasta el cortijo para entregársela a mi bisabuela. La alegría debió de ser infinita, pues de saberse viuda, pasó de inmediato a recuperar a su esposo, el cual estaba a salvo y volvería de nuevo en cuanto todo acabase.
Con la guerra finalizada, los terratenientes recuperaron sus propiedades, y cuando Manuel pudo regresar a Santisteban, pasó a trabajar para D. Alfonso Romero, el hombre que le había salvado la vida. No es de extrañar el celo de Manuel en todo lo que se refería a la escrupulosa administración que llevaba de los bienes encargados por D. Alfonso.
Después de aquello, nacieron sus hijos menores. Joaquina —a la que llamaban «la chica»—, y Manuel, el menor de los cinco hermanos. Sus hijos mayores, Antonio y Juan desempeñaron a lo largo de su vida, entre otros, el oficio de conductores, bien al servicio de algunos señores, o bien en el transporte de mercancías. Manuel, el pequeño, también siguió los pasos de sus hermanos, siendo conductor de autobús de línea hasta su jubilación. Actualmente reside en la Carolina. Mi abuela María y mi tía Joaquina, fallecieron ambas en el triste y señalado año de 2009, con tan solo cinco meses de diferencia. Tenían solamente 72 y 69 años respectivamente. Mi tío Juan, el mayor, como referí más arriba falleció este verano de 2020 de una manera inesperada a sus 88 años. Mi tío Antonio, con su delicado estado de salud, reside aún en Santisteban, siendo cuidado por sus hijos. tristemente falleció 4 días después de la publicación de este artículo con 87 años de edad.
Esta historia no es todo lo detallada ni cuidada que siempre hube querido contar, pero valga, en este día que marca la necrológica de Manuel, para recordar su vida, dura, llena de luchas, como lo fueron casi todas las vidas de los hombres y mujeres en este pasado siglo, máxime cuando les pilló la guerra de por medio.
Aquella gente que lo veía pasear, sencillo, pero con rostro serio, con esa vestimenta formal, su gorra de paño y sus manos cruzadas atrás, jamás pudo imaginar la vida que tuvo. Incluso a muchos de sus descendientes les sorprenderá conocer todo lo que aquí se narra.
Un hombre que supo abrirse paso, y que contó siempre con una mujer inmensamente trabajadora, afanada en prosperar, y gracias a la cual pudo juntar el pequeño patrimonio que legó a sus descendientes. Sin mi bisabuela María sería difícil entender la vida de Manuel.
A él, a su mujer María, a su hija (mi abuela) María, mi tío Juan y mi tía Joaquina y mi tío Antonio, ya difuntos, vaya este sentido recuerdo, que quisiera terminar con este bello poema que mi bisabuelo Manuel me solía recitarme en los innumerables momentos que compartimos.
Quédate con dios, María
que ya me voy al servicio
y como yo no pierda el juicio
no te olvidaré en la vida.
Tú fuiste mi alegría
desde la primera vez
que yo traté tu querer
y viendo que era profundo,
allá va, de flores, un mundo,
por si no te vuelvo a ver.
Madrid, 23 de enero de 2021, en el 22 aniversario del fallecimiento de Manuel Sánchez Lázaro.
Por Pedro Salido López
Es un relato maravilloso de la historia de tu familia. Comparto todo lo que cuentas, además les conocí personalmente a todos y me unen lazos familiares también. Un gran homenaje.
Brilliant insight of family life in Lucainena. Thank you for sharing
Thanks for your comment, Carl!
Kind regards
Cómo siempre leerte es un gran placer Pedro. Está narración tan emotiva muestra a flor de piel las vivencias de nuestros antepasados, humildes y de buena cepa . He devorado cada párrafo, imaginando los hechos tan apasionantes. Pedro SOS un ser increíble y has logrado que mi corazón imaginara las penurias de esos tiempos. Cómo siempre te felicito y les mando un gran abrazo para todos y a tí que eres de mi sangre un gran beso!!